En el universo del béisbol, donde los números reinan y las emociones se intuyen entre líneas, un promedio de bateo puede convertirse en argumento, síntoma o sentencia. Y si ese promedio pertenece a Juan Soto, la lupa no solo se coloca sobre el diamante, sino también sobre el dugout, el clubhouse y, a veces, hasta el alma del jugador.

En este momento, Soto batea .224. La cifra habla por sí sola: está lejos de su nivel habitual. Pero lo que no dicen los números es por qué. Y ahí es donde comienza el juego de las interpretaciones. ¿Está lesionado? ¿Mal ubicado en el orden ofensivo? ¿Presión? ¿Adaptación? ¿Soledad? ¿Incomodidad con sus compañeros?

El béisbol —y el deporte en general— tiende a buscar explicaciones rápidas a lo que no puede controlar. Así, si Juan Soto no rinde, es porque algo le pasa. Y si algo le pasa, es probable que tenga que ver con los Mets, el equipo que apostó fuerte por él, con la esperanza de convertirlo en pieza clave para una reconstrucción competitiva.

El “engaño creíble”

Hay una teoría no escrita pero poderosa en el periodismo deportivo: el engaño creíble. Si una historia suena razonable y hay indicios (aunque no pruebas), es fácil que cale. Y esta es una de esas historias. Soto no sonríe tanto como antes. En el banquillo se le ve más callado. En el círculo de espera, masculla ideas. ¿Frustración competitiva o algo más?

Desde la prensa neoyorquina hasta los rumores en redes, la narrativa se instala: Juan Soto no está feliz. Algunos columnistas se atreven a sugerir que hay una desconexión con parte del roster. Que no ha encajado con los líderes del clubhouse. Que extraña el entorno anterior. Que la presión mediática de Nueva York lo está golpeando más fuerte de lo esperado.

Por supuesto, no hay declaraciones públicas que confirmen estos puntos. Ni de Soto, ni de sus compañeros, ni del cuerpo técnico. Oficialmente, todo marcha en orden. Extraoficialmente, cada gesto suyo alimenta el murmullo.

El peso de ser estrella

Soto no es un jugador más. Es una superestrella. A sus 25 años ya tiene una carrera que muchos envidiarían. Y con esa etiqueta viene una presión silenciosa pero brutal: la obligación de rendir siempre. Para los fanáticos y directivos, una estrella no puede tener una mala racha. Tiene que responder desde el primer día. Y si no lo hace, la lupa se vuelve microscopio.

Cuando una figura de su calibre batea por debajo de .230, las explicaciones técnicas pronto se agotan. ¿Timing? ¿Selección de pitcheos? ¿Ansiedad en el plato? Sí, todo puede influir. Pero con figuras de este nivel, lo técnico rara vez es suficiente para explicar lo emocional. Y es ahí donde comienzan las teorías.

¿Y el equipo?

Los Mets tampoco están atravesando su mejor momento colectivo. El rendimiento del equipo ha sido inconsistente, y eso también influye en el estado de ánimo de cualquier jugador. Cuando los resultados no acompañan, las miradas se cruzan, las frustraciones se acumulan y el ambiente se carga.

La gerencia confía en que esto es solo una fase. En palabras del manager, “Juan es un competidor nato. Va a salir de esta. Lo vemos trabajar todos los días con la misma intensidad”. Pero en el béisbol profesional, las palabras pesan menos que las estadísticas.

El momento de responder

Es probable que todo esto no sea más que eso: una mala racha. Y que dentro de un mes, cuando Soto vuelva a batear .290 con poder y paciencia, esta narrativa se diluya como tantas otras. Pero también es posible que estemos viendo una incomodidad más profunda, una grieta en la adaptación emocional a un nuevo entorno.

Sea cual sea la causa, el reloj ya corre. Y no solo para Soto, sino para los Mets, que necesitan que su apuesta más mediática responda pronto. En Nueva York no hay demasiado margen para la paciencia, y el silencio de Soto, por ahora, suena más fuerte que sus batazos.